La temperatura poco a poco empieza a aumentar y se nos hace agua la boca por el postre más tucumano que nos quita la sed y llena del sabor más dulce: la achilata.
Este helado es símbolo de la multiculturalidad de nuestro país, que durante los siglos XIX y XX recibió grandes olas de inmigrantes de los países más diversos, sobre todo de Italia, algo que puede palparse con solo escuchar los apellidos más típicos y percibir nuestras costumbres, como por ejemplo la cocina. Este es el caso de la achilata.
Resulta que el nombre de esta delicia identificada por su vibrante color fucsia y textura granizada que se deshace en la boca proviene de la fonética de la frase “hay gelata” o bien “hay yelata”, que era pronunciada día tras día por los vendedores ambulantes que paseaban por las calles de la antigua Tucumán. Esta tergiversación fue la que pronto llevó a que se la empezara a conocer popularmente como achilata, tan tucumana que hoy integra la lista de sabores de cualquier heladería.
La receta para realizar este helado es muy fácil: consiste en hielo molido que se mezcla con colorante rojo o fucsia elaborado en base a jugos de fruta y, por supuesto, endulzantes o azúcar de caña. Su sabor es similar a la frutilla o el tutti frutti, un gusto que permanece en nuestro paladar durante mucho tiempo. Ya sea en vasito de plástico o en su versión premium en conito de galleta, es ideal para tomar “al paso”.
Las costumbres actuales sumado a la necesidad de reversionar este clásico son las que fomentaron nuevas formas de consumir este manjar por la noche y en un contexto festivo, mezclado con algunas bebidas espirituosas, dando origen a “tragos de autor” inéditos y potentes como el Achivodka o la Ronchilata.
“¡Aaachilata, helado!”, esa frase simple y mágica, es placer para nuestros oídos en las mañanas y siestas calurosas en Tucumán. Postre popular por excelencia, ya es patrimonio nuestro, de todos los tucumanos.