Universo multicolor: conocé el taller de tejido de Nilda Cruz

Entrar al taller de Nilda en El Mollar es abrir la puerta a un universo multicolor donde cada objeto, por más cotidiano que parezca, puede transformarse en arte. 

Apenas uno cruza el umbral de su puerta recibido por el aroma al pan casero acompañado por queso vallisto, ella muestra con orgullo cómo la yerba mate —“mejor si es usada”, aclara entre risas— puede convertirse en un ponchito verde suave; cómo la cáscara de nuez se vuelve un chaleco beige; o cómo el jugo de sobrecito de uva da origen a una almohada fucsia que ilumina cualquier rincón del hogar. La sensación que se percibe es la de presenciar un pequeño milagro cotidiano en el taller de Nilda Cruz, integrante desde hace años de la Ruta del Artesano Manos del Valle Calchaquí, uno de los recorridos más auténticos para conocer el alma artesanal de Tucumán.

Nilda explica que todo comienza con la extracción del pigmento, un proceso ancestral que utiliza elementos tan diversos como el hollín de la chimenea, la cáscara de cebolla, el limón o el maíz torcido. Ese material se cocina en agua a fuego de leña durante un par de días, hasta que el líquido se impregna de colores que sorprenden a todo aquel que lo contempla. La lana de llama u oveja -el otro elemento clave del proceso-, se sumerge en ese baño de color junto con alumbre o vinagre blanco, que ayudan a fijar los pigmentos. Cuando el agua queda casi transparente, la lana se cuelga para secarse antes de llegar a la rueca, donde las fibras se retuercen y transforman en un hilo grueso y resistente, listo para cobrar nueva vida en un telar, un bastidor o a dos agujas.

La historia de Nilda es también la historia de la tradición textil del valle. “Empecé cuando tenía 8 años, en un momento en que estaba enferma y no me podía levantar de la cama. Una vecina que me visitaba me enseñó a tejer gorritos para muñecas. Para mí era como una terapia”, recuerda sobre sus inicios. Sus técnicas de teñido e hilado vienen de sus tías y abuelas, guardianas de un saber que se transmite de generación en generación. Hoy elabora chalecos, mantas, ponchos, almohadas y pequeños muñecos decorativos, cada uno con horas de dedicación. Un chaleco para niño puede llevarle un día entero de trabajo; uno para adultos, al menos dos.

“Yo vivo de esto”, afirma Nilda, con una convicción que contagia. “Este trabajo para mí lo es todo”. Por eso también se dedica a enseñar a los más jóvenes. “Es bueno que aprendan para que no se pierda lo que nos dejaron nuestros abuelos. Nosotros tenemos esa misión”.

Quienes visitan su taller no solo descubren artesanías únicas: se llevan en los ojos los colores del valle y en las manos el pulso de una tradición que sigue viva.